miércoles, 24 de agosto de 2011

Un laberinto de 112 años





Jorge Luis Borges cumpliría hoy 112 años. Escribir sobre él es algo cansino. Mejor leer su obra y callar sobre ésta. Leer su infinita biblioteca y dejarse maravillar por el Mundo Borgiano. Un cuento para seguir una obra que no podrá morir. Un laberinto para perderse con gusto.

Emma Zunz

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El aleph (1949)

sábado, 9 de abril de 2011

SYDNEY LUMET






IN MEMORIAM
(1924-2011)



ESCENAS: 12 Angry Men, Network, before the devil´s know you´re dead.






lunes, 31 de enero de 2011

Thomas Lynch, el hombre que recibe las malas nuevas




En la solapa de la edición en castellano de Bodies in motion and at rest(Cuerpos en movimiento y en reposo), leemos lo siguiente:

Thomas Lynch, poeta y ensayista norteamericano, director por más de veinticinco años de una funeraria en Milford, Michigan.

Muerte, poesía y funeraria, un cóctel nada despreciable para el lector que hinque el diente a este libro que agrupa ensayos sobre la muerte, lo mejor de todo es que no deja indiferente a nadie. Thomas Lynch despliega con infinidad de recursos nuevas posturas, puntos de vista, exabruptos, reflexiones, polémicas, ante el tan fatídico destino de los seres humanos. En la introducción del libro, toda una declaración de principios, Lynch nos dice por qué escribe: “Algunas veces la gente me pregunta por qué escribo. Porque, les contestó, no juego al golf.”(1)Así, con esa implacable sinceridad y notable sentido del humor negro, está compuesto esta serie de dieciocho ensayos que giran sobre hechos autobiográficos, el aborto, las mujeres, los negocios funerales, el golf, cristianismo, la pesca, la poesía, y todo con el fin de poner en perspectiva a la muerte.

Reseñar este libro en su totalidad es perjudicarlo, es matarlo, es enterrarlo, ya que la poesía y la fineza con la que Lynch aborda cada ensayo, es para un placer absolutamente privado. Aunque su autor, en los agradecimientos de la colección, nos dice: “”los libros no se hacen solos. Los ensayos aquí incluidos, aunque escritos en privado, le deben su existencia a una comunidad mucha más amplia de colegas, vecinos, amigos y familia. Elementos todos con los que he sido generosamente bendecido”. (2) Simplemente se debe leer, en privado, en silencio y en reposo.

Como los seres humanos nos contradecimos mucho más de lo que se piensa, leamos algunos fragmentos de la colección de ensayos y así la recomendación no es tan fallida y apreciamos mejor la capacidad de este escritor tan críptico como sublime.




Sobre vientres y úteros:

Sin embargo, hay quienes argumentarán que el embarazo y el aborto son asuntos de la mujer, del cuerpo de la mujer. “No es asunto tuyo” me dicen algunas veces."Cuando los hombres puedan quedar embarazados, entonces podrás hablar." ¿Será entonces que, en el fondo, el problema no es más que un asunto de úteros? Y en ese caso, ¿la biología sí es destino después de todo? Como si los condones, aquellos que se ajustan al pene masculino no fueran en modo alguno asunto de mujeres. (3)

Estudios bíblicos:

Siempre termina siendo lo uno o lo otro: películas semipornográficas o la Biblia publicada por Gideons International. Cuando se trata de matar el tiempo en hoteles finos, siempre me abruman, por un lado, ideas de desnudez y peligro, y por otro, el asunto de la salvación de mi alma. (4)

Tal y como somos:

“No le gustaría que lo vieran así”. Como si a los muertos, ya sanos y a salvo en el cielo u olvido que quieran que habiten, les importara un pepino la apariencia. (5)

Decca, Dinky, Benji y yo:

Tantas cosas han cambiado desde aquel verano de 1.963. Kennedy, Vietnam, la televisión a color, el amor libre y las millas de vuelo acumuladas. La manera como vivimos y morimos en fecto ha cambiado, pero le hecho fáctico de que vivimos y morimos, permanece.(6)


Corolario

Para finalizar, dejaremos en palabras del propio Lynch su visión del tema mortuorio en una entrevista realizada por Adriana de la Espriella para la revista El Malpesante, quien fue traductora de su libro The undertaking , conocido como El Enterrador, altamente recomendado en castellano, ya que la traducción realizada por Adriana es brillante.

El lenguaje de sus ensayos está muy distante del tono que prevalece en la mayor parte de la literatura sobre la muerte, bien sea de orientación religiosa, espiritual o la de los libros llamados de autoayuda. ¿Cómo ha sido recibido por los lectores?

Existe la tendencia a hablar de la muerte bien sea en términos puramente científicos o recurriendo a consuelos sentimentales; es decir, a asumir que se trata de un evento exclusivamente biológico o exclusivamente psicológico. Lo primero es demasiado clínico y lo segundo demasiado melo-so. Los clérigos tienden a tratar la muerte como un evento sólo o totalmente religioso, y tristemente, algunas personas del negocio de las funerarias lo tratan como una venta más. La verdad es que la muerte es eso y mucho más: es un evento existencial que desafía todos los aspectos de nuestra humanidad. Yo aprendí a ver la muerte y a hablar sobre ella como lo hacía mi padre: como algo que les pasa a los muertos y a los vivos que los sobreviven, y nuestro trabajo es ayudar a los vivos a encargarse de sus muertos. El lenguaje que aprendí de él era sencillo, compasivo, cuidadoso y real. Fue una buena enseñanza.Creo que los lectores responden a ese tipo de escritura porque no exige que sean de una fe determinada o de un sistema de creencias, ni que cambien sus heridas más profundas o sus sentimientos confusos por una especie de “tristeza light”.(7)


Secuencia de títulos Six Feet Under, serie de HBO inspirada en The Undertaking.


Citas:

1. 1. Cuerpos en movimiento y en reposo, Thomas Lynch. Editorial Alfaguara. Traducción: Juan Manuel Pombo. Página 19.

2. Ídem. Página 17.

3. Ídem. Página 79.

4. Ídem. Página 57.

5. Ídem. Página 104.

6. Ídem. Página 139.

7. Entrevista publicada en El Malpensante. http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1158&pag=1&size=n

8. Visita su WEBSITE: http://www.thomaslynch.com/1/234/index.asp

sábado, 22 de enero de 2011

El primer disparo

Howard Hawks cuando realizó esa obra maestra llamada de The Big Sleep, dijo que la finalidad era rodar un par de escenas buenas y listo, bueno, el señor Hawks bajo esa pretensión creó una gran película que hasta el día de hoy se siente su sombra. La premisa o dogma de Howard Hawks para crear The Big Sleep, nos lleva a pensar si son varias escenas, el ritmo, el final o, en definitiva, todo el perfecto andamiaje lo que se necesita para hacer un buen film. El articulo propuesto por nosotros se inclina por el comienzo, es decir, el principio, la obertura, Intro, FADE IN, Opening Scene.


Sabemos que hay comienzos deslumbrantes y después la cosa no funciona pero un buen comienzo deja por sentado el clima y atrapa al espectador hasta las últimas. La famosa teoría de Swain, es decir, el HOOK(gancho) para atraer y capturar la atención de los espectadores, es todavía muy válida, aún si la cosa se desvanece a mitad de camino, por lo menos hizo que el espectador se quedará un poco y concentrara su atención hasta donde pudo y se marcó el ticket para la taquilla.
Aquí exponemos algunos comienzos interesantes y que garantizan la total atención del espectador. Un primer disparo de esa ráfaga de imágenes que constituyen un film.


Directores invitados: Michael Mann, Gaspar Noé, Tarsem Singh, Mike Van Diem, Terrence Malick, Wes Anderson.




















Películas: Alí, Seul Contre Tous, the Fall, Karakter, The New World, The Royal Tenenbaums.